Un
espacio táctil
Alejandro
Hernández
Gálvez Descargar
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Para
tener una imagen precisa de un coleccionista hay que verlo -los ojos
entornados y la punta de la lengua asomando en una sonrisa
insinuada-frotando su más querida adquisición
entre el índice, el medio y el pulgar -como quien aprecia el
género de una tela. No importa si aquello que colecciona es
demasiado grande, demasiado pequeño o demasiado
frágil como para tenerse así, entre los dedos: el
gesto está ahí -aun si la mano está
dentro del bolsillo- revelando y denunciando los instintos y deseos que
subtienden toda pasión auténtica de
coleccionista. Es el mismo gesto con el que el cómico vulgar
caracteriza al viejo verde que babea al imaginarse seduciendo a la
bella joven. Los coleccionistas, escribió Walter Benjamin,
son seres con instintos táctiles. Esta
observación de Benjamin va más allá de
apuntar una posible psicología del coleccionista y su origen
en los instintos primitivos del cazador, el recolector o quien busca
satisfacer sus pulsiones sexuales. Dibuja también un espacio
específico para la colección y el coleccionista:
"la posesión y la pertenencia -afirma- son aliadas de lo
táctil y se oponen, de cierta manera, a lo
óptico". El espacio en que se instala el coleccionista en
relación con los objetos que colecciona es, entonces, un
espacio táctil y no un espacio óptico.
La distinción entre espacio táctil y espacio
óptico la usa Benjamin de nuevo en su célebre
ensayo sobre La obra de arte en la época de su
reproducción mecánica. Explica ahí que
la arquitectura puede ser recibida de dos maneras distintas: por el uso
o por la contemplación, "o mejor dicho: táctil y
ópticamente". La recepción óptica se
da por medio de la contemplación y, en el caso de la
arquitectura, sólo la encontramos, dice, en "la actitud
recogida que es corriente en turistas ante edificios famosos". Por lo
general, en cambio, los edificios son recibidos de manera
táctil, modo en el que "no existe correspondencia alguna con
lo que del lado óptico es la contemplación". Para
Benjamin, la recepción táctil se da no por
vía de la atención sino de la costumbre y, en el
caso de la arquitectura, "esta última determina en gran
medida incluso la recepción óptica, la cual tiene
lugar, de suyo, mucho menos en una atención tensa que en una
advertencia ocasional". La arquitectura, según esta
explicación, no se percibe atenta y contemplativamente, sino
por medio del uso y de la costumbre.
Si somos consecuentes con los argumentos de Benjamin, el espacio propio
de la colección -de la pertenencia y la posesión,
como él lo llama- es siempre el campo de lo
táctil y, por lo tanto, habrá que suponer que la
recepción de una colección se da por
vías de la costumbre y el uso y no mediante la
contemplación atenta. ¿Qué pasa
entonces cuando una colección -resultado inocuo de una
perversión privada- pasa a ocupar un espacio que,
según lo planteado por Benjamin, no le es propio, un espacio
público y expresamente dedicado a la
contemplación como lo es el de los museos y
galerías? ¿O será, tal vez, que estos
espacios para la contemplación distanciada -donde el no
tocarás es mandamiento primordial- no son sino una farsa o
un simulacro que presentan como un espacio de contemplación
lo que en realidad es uno de uso? En cualquiera de los dos casos -ya
sea que se cambie la naturaleza del espacio táctil de la
colección al exhibirla en el espacio óptico del
museo o que, al contrario, se nos imponga ante el espacio
táctil una manera distinta de actuar (vean, mas no toquen,
ni coman, no deseen)- el espacio del museo y la galería es
uno de imposición y de impostura.
En la modernidad, una de las características principales de
los edificios destinados a exponer colecciones diversas, ha sido su
pretendida neutralidad. Son edificios que, pareciendo cumplir con los
términos de Benjamin, no deben llamar la atención
ni ser vistos más que con el rabillo del ojo. Espacios no
para ser contemplados sino para acostumbrarnos.
¿Acostumbrarnos a qué? A ver. La arquitectura de
museos y galerías toma parte en un juego perverso -exacto
reverso de la prisión panóptica descrita por
Foucault-: ocultarse a la vista para forzarnos a ver. Pintados de
blanco o en tonos de gris, carentes de cualquier adorno que distraiga
la mirada y atrapando la luz para después distribuirla
redirigida con una sola función: dejar ver, las
edificaciones dedicadas a ser museos o galerías son
mecanismos con un objetivo preciso: transformar en espacio
óptico uno que en realidad es táctil. Dicho
más claramente: el mecanismo del museo nos obliga a querer
conocer -contemplar- lo que en realidad quisiéramos poseer
-usar y coleccionar.
Como cualquier buen truco, el secreto del mecanismo está en
disimular su funcionamiento. O al menos así fue hasta hace
no muchos años. Los nuevos museos parecen comportarse de
manera distinta. La imposición y la impostura funcionan con
tal perfección que ya no es necesario ocultar el
funcionamiento del mecanismo sino, bien al contrario, éste
puede exhibirse como una pieza más de la
exhibición. Los museos son hoy, por supuesto, merecedores de
"esa actitud recogida que es corriente en turistas ante edificios
famosos". Esta transformación no es efecto imputable a los
museos. Es más bien el espacio de las tiendas
departamentales donde aparece el principio de consumir viendo.
Comentando la evolución de las tiendas departamentales a
partir de los pasajes comerciales, Benjamin cita una frase del
crítico e historiador de arquitectura Sigfried Giedion: "los
pisos forman un espacio único. Pueden tomarse, por decirlo
así, de un vistazo". El ojo se ha vuelto hoy un aparato de
captura: si antes, la posesión fue sustituida por la
contemplación, ahora la contemplación suple
cualquier forma de posesión.
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